viernes, 1 de septiembre de 2017

MEDIOCRIDAD

Aquel día al despertar me vi rodeado por unos ciento veinte pájaros negros que me observaban. Su negrura era como la de las antiguos curas de los colegios. Los pájaros me miraban, como lo hacen siempre las aves, de hito en hito y pestañeando con asombro cuando menos te lo esperas.
No eran pájaros conocidos para mí. Tampoco eran muy distintos a los que acostumbramos a ver por ahí, pero no cabía duda, esos pájaros eran otra cosa. Tenían un no sé qué difícil de expresar en palabras. No eran grandes. Eran carpetudos, quien sabe si por cargo de conciencia, y un tanto recogidos en sí mismos, se diría que por frío, abandono o moribundia. En esta tierra se les llama pájaros chirringos.
Llegado un momento, los aproximadamente ciento veinte pájaros negros dejaron de mirarme y miraron a los conductores que, a esa hora punta, llegaban a borbotones a la gran playa de aparcamientos que había en aquel centro comercial. Lo hicieron iniciando una serie de pequeños movimientos o tics que, me atrevería a decir, parecían formar parte de un lenguaje con una táctica cuyo alcance no entendí al principio. Después de haber estado en la inopia un buen rato, caí en la cuenta de que aquellas miradas y aquellos movimientos, eran señales dirigidas a los conductores de los coches. Éstos, poco a poco, empezaron a ocupar sus lugares ordenadamente, lugares a veces distintos a los que originariamente habían ocupado al llegar al parquin. Aquellos ciento veinte pájaros negros no hacían otra cosa que gestionar los aparcamientos, sin silbidos, sin gritos, sin aspavientos. Desde el primer día que aparecieron algunos empezaron a llamarlos parquinbirds.
Por el periódico me enteré que aquellos ciento veinte pájaros negros podrían pertenecer a una nueva especie mutada con procedimientos de ingeniería genética. Habían logrado modificar los genes responsables de los modos de ser y de estar de algunos pájaros. De ahí mi dificultad para filiarlos, porque he de decir de mí que soy un ornitólogo aficionado con cierto reconocimiento, sobre todo familiar. Aquellos pájaros cumplían su cometido de manera precisa y ordenada. Sólo hacían eso y, en lo demás, no puede decirse otra cosa sino que eran silenciosos —es decir, no paseriformes― y que apenas volaban. Iban de aquí para allá dando saltitos y alguna vez exhibían el vuelo torpe y corto de las gallináceas. Pero no eran sino, como ya dije, unos pájaros negros, carpetudos, chirringos.  También enigmáticos, como todos los pájaros cineastas.   
Con el tiempo, aquellas aves trucadas fueron decolorándose, acaso por la fotosensibilización de la intemperie, y los coches habían perdido su cromatismo competitivo, quedando ahora uniformados por las distintas tonalidades del gris.
Ahora, ya no tengo duda, cuando entro en un parquin me dejo llevar y aparco. 

Aristóbulo

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