Desde el inicio de
la vida, el mar ha sido utilizado como vehículo para casi cualquier cosa.
Incluso como correo. A pesar de lo que se cree, los mensajes en las botellas siguen
siendo utilizados a diario por corazones abiertos de par en par a la
ingenuidad. Como tantos otros, que otrora creímos ser rocas duras, hoy somos pálidos
trasuntos trasmutados en una sola aurícula que palpita, al tiempo que se
desangra de manera incoercible. Un
corazón frágil, que se resiste
a ser de nadie, sabiendo que su destino le puede deparar mayores soledades de
páramos, bosques, montañas, picos escarpados y mares solitarios, surcados por
estelas del viento que no cesa tras la calma, y en los que a veces se ve
navegar, con una derrota decidida, al diablo en su botella. El mismísimo diablo
de R. L. Stevenson, al que todos los
humanos hemos utilizado alguna vez.
Mar proceloso,
plagado de peligros, también tienen las apariencias seductoras de los sueños
que ofrecen todo el saber del mundo en su ulular. Mar grisáceo y plomizo que
engulle todo lo que roza. Mar de plata —tan engañoso, precisamente, porque
deslumbra y cautiva a quien lo mira. Mar lleno de golpes que arrastran
irremisiblemente. Mar de confusiones cotidianas que condenan al desencuentro permanente,
como en el cuentito de Kafka. Mar de los sargazos que se nos enredan una y otra
vez. Mar de la tranquilidad de la eterna muerte. Mar de las gorgonas que
escuecen el tacto. Mar de dudas que nos hacen tambalear con olitas que no levantan
un palmo del horizonte. Mar del tiempo que se repite tras la apariencia de que
en realidad pasa algo entre ola y ola. Un mar la mar de complicado. Un mar
mareante. Un mar superficial, donde los corales sólo son escollos que se clavan
en las canillas cuando se intenta caminar. Un mar de Galilea en el que resulta
imposible pescar y hasta andar sobre sus aguas. Un mar, el mar, la mar de la
vida que anega las entrañas sin apenas tragar agua, plagado de tsunamis gulliverianas y de maelstroms que nos arrastran en su
vórtice hacia las profundidades de uno mismo, exactamente tan poco profundas
como la propia cercanía que mantenemos con eso que somos. Un mar negro,
interior y postrero al que se llega desnudo en una chalana. Un mar tramposo y maléfico, que espera su
oportunidad para decir que somos nada. Con la voz del diablo de Stevenson otra vez resonando
en su botella de vidrio lechoso y adornos tornasolados.
A través de ese
mar, se hacen llegar cartas. Y nunca se
está seguro de nada. Puede que ni se reciban o, si lo hacen, tal vez sean sólo
papel en blanco. Cabe la posibilidad de que lo que se lea en ellas se
deba al mensajero genio maligno que acompaña a cada cual. Sin embargo, con sólo
pensarlas, se prolonga y aviva el soñar despierto de los corazones hambrientos
que resisten a la soledumbre. Porque, ¿quiénes, qué somos a fin de cuentas?
Cuarzo, feldespato
y mica
Oro, incienso y
mirra
Churro, mediamanga
y mangaentera
Majo, remajo y
contramajo
Sueño, fantasía y
magín
Sota, caballo y
rey
Padre, hijo y
espiritusanto.
Piola y muda
Cabo Norte y Cruz
del Sur
Septenmeridión austroboreálico
Juan de la Cosa,
del Viento la Rosa
Fuego fatuo
Mientras, el
meteoro de San Telmo prende la esperanza de quienes navegan.
Aristóbulo
Escritobularia.
Ediciones enfáticas.
Las Palmas de Gran Canaria
19 de enero de 2003