martes, 28 de julio de 2020

EL VASO Y LA ESCALERA

Estoy en un edificio. Por sus pasillos llenos de oficinas podría ser un hospital o tal vez un banco, o camerinos teatrales. Entro en un despacho sin imaginarme siquiera cuánto iba a cambiar mi vida. Era una oficina con los enseres propios de una secretaría, es decir, archivadores, mesas, sillas, un reloj... y una barra de bar, con su cafetera, un pequeño fregadero, una especie de cocina en miniatura y una nevera. La secretaría-bar estaba en el pasillo central donde se trataban los altos asuntos. Pido un vaso de agua y me cobran tres euros. Les digo que ese precio es más de lo que vale la botella de Agua de Teror, la de la Fuente Agria. Lo tomas o lo dejas, me dice la joven que despachaba. Me resulta inquietantemente conocida, pero no es la inquietud lo que me importa en ese momento. Mientras decido, ella habla con alguien, un amigo quizá, que me mira sin entender nada de lo que pasa. Eso es así.
Incómodo, pero serenamente indignado, dejo los tres euros sobre el mostrador y también el vaso de agua intonso y salgo sin decir una palabra.
Este bar está cerca del despacho que, aunque me resulte extraño, es el que ahora ocupo, no sé exactamente desde cuándo, hace ya un buen tiempo. Tengo la sensación de ser nuevo aquí, aunque todo el mundo parece conocerme.
Había reparado que, en la secretaría-bar había una escalera metálica de color blanco, algo desportillada, apoyada en la pared. Daba la impresión de haber sido olvidada y que pronto pasarían a recogerla. Una escalera no es algo que se olvide fácilmente, como ocurre con un bolígrafo. Aquella escalera no parecía filosóficamente desechable. Eso también es así.
La desfachatez de aquella chica de la secretaría-bar me pareció que debía tener su réplica, y se me impuso la idea de hacer una diablura como las que hacía de pequeño: esconder la escalera sin que lo pareciera. Esconderla tal como estuvo escondida la carta robada en el cuento de Poe a la vista de todos. Se armaría un buen revuelo, y tenía la impresión de que en aquel recinto no habría ningún Augusto Dupin para descubrir la escalera que terminé escondiendo tras una de las puertas de cristal esmerilado abiertas permanentemente en aquel pasillo central. De modo que estaba sin parecer estarlo. Creo que todavía sigue allí.
Pasaron unos días y nadie decía nada. Hubo una visita oficial y, en un momento de la conversación, dije algo oscuro sobre las cosas enigmáticas que allí pasaban cosas como las que suceden en las películas de Hitchcock: una escalera que desaparece tras el cobro exagerado por un vaso de Agua de la Fuente Agria en una secretaría que hace también de bar. Pero mis palabras no fueron entendidas por nadie, incluidos los insignes visitantes invitados participantes en un congreso de la especialidad que se celebraba en la ciudad a quienes mostrábamos nuestro lugar de trabajo. Para todos parecía ser lo habitual. Yo no entendía ni papa.
La cosa fue a mayores cuando en una escueta nota al director del único periódico de la ciudad ajeno a los chismes, aparece la firma de mi buena amiga DC (así prefiere ella firmar, por eso yo le dije que ahora es como el distrito de columbia, un sufijo que no deja lugar a dudas). Pues bien, mi amiga empieza su nota refiriéndose a extraños sucesos que pasan a diario en nuestro establecimiento relacionados con una tal Inciorina, coadyuvante en las tareas administrativas, a quien sugiere representar como una de esas parcas que manejan el rumbo de nuestras vidas. La nota, no lo había dicho, no era muy aclaratoria que digamos, pero apuntaba certeramente hacia el misterio subyacente a todo lo sucedido.
Pasaron los días y aquella mujer, la tal Inciorina, y en general casi todas las personas que allí trabajaban, parecían moverse con cierta displicencia, con esa actitud que a veces adopta la gente que viene de vuelta de todo. Pero, sin embargo, pese a esa apariencia de tenerlas todas consigo, dejaban ver un resquicio de duda, de titubeo. Allí pasaba algo extraño que no acertaba a esclarecer.
Mi punto de vista de repente fragmentó su sentido en veleidades caleidoscópicas: una mujer repleta de molicie, tramposa y mendaz; despachos que no son lo que aparentan; escaleras deslocalizadas y aguas carísimas; correveidiles que atraviesan los pasillos en todos los sentidos; tristezas que se pasean felices en caras ajenas; clarividencias a distancia... Y todo esto ocurre en un lugar que no parece tener una función clara… ¿Qué hace toda esta gente? ¿a qué se dedica? ¿de qué profesión se trata? Ahora ya no lo sé, pero allí se hablaba de todo excepto de eso. Eran sólo oficinas donde cualquier diálogo se inicia con un cuchicheo y acaba en una murmuración. El contenido es siempre alrededor de algo desconocido que se finge conocer.
Mientras trabajé allí no sabía bien quién era yo, de verdad, dudaba absolutamente de todo. Fue la única forma que encontré para no mezclarme con nadie en nada.
La cuestión que aumentaba mi inquietud no era sólo que mi amiga DC conociera el nombre de la coadyuvante del bar-secretaría cuando llevaba años sin trabajar allí, sino sobre todo la perspectiva que insinuaba en el asunto. En la nota se apuntaban, aunque someramente, referencias a una serie de misterios encadenados a pesar de venir de fuentes muy heterogéneas: el fuego de San Telmo, la historia del Santo Bebedor, el secreto de Rackham el Rojo, el increíble licenciado Vidriera, la difamación secular de Estebanillo González, la pasión de las brujas de Macbeth enamoradas de Rosenkranz y Guillersten, el jardín de los senderos que se bifurcan y su vinculación directa con el péndulo de Foucault...y otras ideas del mismo jaez que ya no recuerdo. Misterios, según sugiere DC, conectados con Inciorina y todos ellos conectados entre sí. Sin embargo, aquella nota más que aclarar el misterio multiplica sus ramificaciones como cabezas de la hidra.
Años después volvió a venir a esta tierra aquel quien ya entonces decía ser historiador de la especialidad –había sido uno de aquellos insignes visitantes− con el objeto de dar una charla sobre la figura de un profesional, un maestro francés que, tras ser un brillante descriptor de la materia de nuestro trabajo, terminó descerrajándose un tiro en la boca sentado frente a un espejo en un sillón de orejas. El tipo de sillón fue elegido para evitar que el retroceso del disparo privara a la vista del ya cadáver el espectáculo de su propia defección por mecánica pirueta propia de su dedo índice, como diría Vila-Matas. Aquel historiador sedicente apuntaba que el motivo de aquel descerraje fue una herida anímica causada por Breton y su grupo. En cuanto al protagonismo fino de la autoría, contaba la historia de que fue precisamente uno de sus alumnos más conspicuos quien, para más inri, lo había plagiado y vilipendiado públicamente con acusaciones surrealistas. Y también habló de papeles que volaban y cosas así. Siempre pensé que los historiadores no entraban al trapo de estas habladurías y no por elegancia precisamente.
Lo cierto es que este historiador sedicente parecía mucho más interesado en conocer de primera mano la historia de Mercedes Pinto que defender con cierta solidez sus argumentos finales frente a nuestra rotunda discrepancia respecto de la muerte del insigne maestro francés. Basándonos en la única biografía escrita en aquellas fechas, olvidaba el historiador que ese personaje cuando aún no cumplía los veinte, en una carta a un amigo, decía ya que ante la hipotética amenaza de una pérdida de la visión preferiría quitarse la vida. Y esto no es algo que la gente diga así porque sí. La pérdida progresiva de la visión en una persona que disponía de una capacidad de mirada lógica tan prodigiosa nos parecía tener una razón relacionada con su vida singular. Pero quién sabe, cada camino tiene su hebra y cada narciso su arma.
Mercedes Pinto fue una brillante escritora canaria que se había exiliado primero en Madrid y luego, por razones ya políticas, vivió en Uruguay, Chile, Cuba y México. Se fue a Madrid huyendo de un pasional marido atravesado por celos insoportables. Ella se fue de esta tierra para siempre. En Madrid, allá por 1924, escribió su primera novela, Él. Novela que logró publicar por primera vez en los años cuarenta en Montevideo y llevada al cine algo después por Buñuel. Trata del decadente laberinto de minotauro y su presa.
El historiador sedicente se mostró muy interesado en recabar noticias de los coetáneos de Mercedes y de su ex. Conozco a una persona mayor originaria de Santa Cruz que puede saber algo de eso, le dije. Pues pregúntale, respondió con la cara iluminada en un instante. Y le pregunté. Conocía y había oído hablar mucho de aquellas familias, e incluso más, tenía su propia versión: aunque él fuera todo lo horrible que tú quieras, me dijo, ella nunca debió irse de esa manera. Les concerté una cita para el día siguiente antes de que saliera su avión. Años después, ella me contó que habían hablado sobre aquella familia y los recuerdos que tenía de otros miembros de la misma. Le dijo nombres y dejó sus señas y esas cosas. Por lo que me dijo más tarde, alguien le había dicho que el historiador sedicente había pasado o sólo llamado, no sabía bien, por la isla vecina, pero que ella nunca había recibido, y le hubiese gustado mucho, una llamada suya. Nunca la llamó.
Esta historia encaja perfectamente con los confines de los misterios preñados de todo aquel galimatías hospitalario con vocación de pesadilla. Los descuidos, la mala fe, los desgaires de la voluntad de saber, los textos escritos en arpilleras rasgadas con ánimo de canonicidad, las manos izquierdas que encubren a las derechas y su viceversa trilera, las elevadas tramas de la infatuación… tienen siempre sus retornos. Sólo el misterio de lo medio dicho y las asociaciones que despiertan un oscuro eco en cada uno, dando quizás algún sentido a Inciorina y su desidia dulce de no hacer nada, a las pararrespuestas de los tres euros y a su escalera equivalente… Con toda la sed que esto implica nunca he podido aplacarla.
Aún hoy me pregunto si la vida incierta de Inciorina llegó a cruzarse alguna vez con la del historiador sedicente o si todos los que estábamos en aquel recinto y sus confines habríamos alcanzado la libertad.
Sólo el yerro garantiza su disparo.



Aristóbulo

En esas salió el sol. Son las 7 am de hoy miércoles, cuarentisiete de juliembre de dosmilveinte.
Ediciones El Confital, Calcuta, 1699.