Espero morir
en la vieja casona familiar, sin hacer ruido, como siempre. La misma casa donde
pasé los días entrando y saliendo de las habitaciones sin golpearme con ninguna
esquina y, sin duda lo más importante para mí, sin ser visto. Así que estaba
siempre huyendo de los espejos para no verme a mí mismo como si fuera otro quien
me mirase y terminase al fin descubriéndome en mi propio juego. Así lograba
estar a gusto en la paz de las sombras por más luminosas que fuesen.
Pasar de una
habitación a otra sin tropezarme. Ser invisible, ligero, discreto. A veces
contando los pasos como una nominación de mi proceder, como si eso ayudara a
reforzar mi deambular constante y silencioso. A veces variando itinerarios
donde la cocina, el corredor que daba al patio, el comedor, los cuartos de
baño, la antesala, la sala de estar, el salón, los pasillos, las habitaciones
de mis padres, de mi abuela, de mis hermanos, la despensa... intercambiaban su orden. A
veces por las noches en el patio, ese orden se difuminaba por la ténebre luz de
un cristo que allí había, con la inercia de su postura enhiesta, como trampa, a
la espera del sueño eterno de todas las estatuas: alcanzar su propia oscuridad
con el último que llegue. Raudo,
recorría pasillos interiores y exteriores, usando los atajos más imprevistos y
arriesgados. Así, una y otra vez en fuga permanente, en cualquier momento de
las mañanas, de las tardes o de las noches, todos los días.
Sin embargo, esos recorridos tenían en común algo más que la
huida, buscaban una observancia en las paredes repletas con las turbias
reliquias de mis antepasados jugando como siempre a la demolición apuntándonos con
la mirada fija.
En la casa,
mi vida consistía en entrar y salir de los aposentos sin ser visto, aislarme
dentro de mi aislamiento, vivir dentro de una tienda india colocada dentro de
mi habitación, en mi propia casa, para estar lo más conmigo mismo posible.
Ya desde
entonces estaba fuera de mí y sabía muy bien
que pasaba mi vida reciclando siempre lo mismo con el anhelo de ser por
fin otro. Solamente hacía una excepción lenguajera, no utilizaba nunca las
mismas palabras para hablar de cualquier cosa. Bueno, si se puede decir que yo
hablara algo más allá de la parquedad.
No describir
nunca los mismos hechos con las mismas palabras. De esta forma lograba que lo
mismo fuera siempre otra cosa. Y comprobé la calma que me infundían las
palabras al usarlas, comprobaba que los hechos a fin de cuentas eran meras
palabras, meras entonaciones de voz. Nada más. Treintaipico años después recorrí
los ejercicios de estilo de Raymond Queneau con una sonrisa de perro viejo.
Quizá con
todo ello logré transformar la rutina de mi vida en una novedad inmanente a la
repetición.
Nombrar otorga un destino, sostiene con
razón Andrés Barba. En mi caso ese destino me empuja al peregrinaje constante,
andar solo por caminos nuevos, ligero, siempre ligero como me dijo un día León
Felipe. También a la imposibilidad de la inmaculatez y de la primacía.
Aristóbulo Sáenz de Iría
Marqués de La Enseñada
Bio-odo-grafía del ente
Opera omnia, vol.
XIV.
Ediciones
Insensatas. Las Palmas de Gran Canaia (Islas Canaias), 1921.