martes, 9 de octubre de 2018

PARA AFUERA Y DENTRO

     Espero morir en la vieja casona familiar, sin hacer ruido, como siempre. La misma casa donde pasé los días entrando y saliendo de las habitaciones sin golpearme con ninguna esquina y, sin duda lo más importante para mí, sin ser visto. Así que estaba siempre huyendo de los espejos para no verme a mí mismo como si fuera otro quien me mirase y terminase al fin descubriéndome en mi propio juego. Así lograba estar a gusto en la paz de las sombras por más luminosas que fuesen.

    Pasar de una habitación a otra sin tropezarme. Ser invisible, ligero, discreto. A veces contando los pasos como una nominación de mi proceder, como si eso ayudara a reforzar mi deambular constante y silencioso. A veces variando itinerarios donde la cocina, el corredor que daba al patio, el comedor, los cuartos de baño, la antesala, la sala de estar, el salón, los pasillos, las habitaciones de mis padres, de mi abuela, de mis hermanos, la despensa... intercambiaban su orden. A veces por las noches en el patio, ese orden se difuminaba por la ténebre luz de un cristo que allí había, con la inercia de su postura enhiesta, como trampa, a la espera del sueño eterno de todas las estatuas: alcanzar su propia oscuridad con el último que llegue. Raudo, recorría pasillos interiores y exteriores, usando los atajos más imprevistos y arriesgados. Así, una y otra vez en fuga permanente, en cualquier momento de las mañanas, de las tardes o de las noches, todos los días. 
     Sin embargo, esos  recorridos tenían en común algo más que la huida, buscaban una observancia en las paredes repletas con las turbias reliquias de mis antepasados jugando como siempre a la demolición apuntándonos con la mirada fija.

     En la casa, mi vida consistía en entrar y salir de los aposentos sin ser visto, aislarme dentro de mi aislamiento, vivir dentro de una tienda india colocada dentro de mi habitación, en mi propia casa, para estar lo más conmigo mismo posible.

      Ya desde entonces estaba fuera de mí y sabía muy bien  que pasaba mi vida reciclando siempre lo mismo con el anhelo de ser por fin otro. Solamente hacía una excepción lenguajera, no utilizaba nunca las mismas palabras para hablar de cualquier cosa. Bueno, si se puede decir que yo hablara algo más allá de la parquedad.

      No describir nunca los mismos hechos con las mismas palabras. De esta forma lograba que lo mismo fuera siempre otra cosa. Y comprobé la calma que me infundían las palabras al usarlas, comprobaba que los hechos a fin de cuentas eran meras palabras, meras entonaciones de voz. Nada más. Treintaipico años después recorrí los ejercicios de estilo de Raymond Queneau con una sonrisa de perro viejo.

     Quizá con todo ello logré transformar la rutina de mi vida en una novedad inmanente a la repetición.
       Nombrar otorga un destino, sostiene con razón Andrés Barba. En mi caso ese destino me empuja al peregrinaje constante, andar solo por caminos nuevos, ligero, siempre ligero como me dijo un día León Felipe. También a la imposibilidad de la inmaculatez y de la primacía.

Aristóbulo Sáenz de Iría
Marqués de La Enseñada

Bio-odo-grafía del ente
Opera omnia, vol. XIV.

Ediciones Insensatas. Las Palmas de Gran Canaia (Islas Canaias), 1921.