domingo, 20 de septiembre de 2020
VECINDARIO
sábado, 12 de septiembre de 2020
DO IT AGAIN
Tumbado
en la superficie del agua haciendo el cristo. A las afueras del muelle chico ‒del que podría decirse
que tenía las medidas idóneas para mí, sobre todo por la comodidad de entrar y
salir de las aguas transparentes cuando quisiera‒. El fulgor plata del
sol escamaba la superficie plana del mar azul. En medio de tanta luz me repetí: ésta es la verdadera soledad. En realidad no estaba tan solo como creía,
aquel era un medio familiar lleno de
todas las sensaciones, las voces, los aromas y los recuerdos de mi infancia.
Pero como todo, lo familiar también tiene dos caras, una inquietante e inhóspita y otra acogedora. Flotando donde
estaba, llegaba desde lejos la algarabía de los paseantes de la avenida, en
aquella hora niños con padres y parejas de ancianos. Desde mi posición
comprobé, que todo el ruido que generaban no alcanzaba a apagar el sonido de
las pequeñas olas al entrar en mis oídos. Decidí zambullirme hasta tocar el
fondo de arena a unos tres metros. Sólo con el pequeño impulso que esta operación
requiere ‒ponerme patas arriba y avanzar hacia
abajo‒, me tropecé con la vieja y casi
olvidada sensación de estar fuera del tiempo. Esta maniobra la repetía una y
otra vez siempre que podía. Entonces creo que lo hacía no sólo porque me
agradaba la sensación, sino poseído por
el ánimo de detener el paso del tiempo, lograr que las cosas no pasaran, que
todo siguiera igual, lo bueno y lo malo, sea lo que fuere esto y lo aburrido de
aquello, todo era preferible a esa fuga constante del tiempo con todo lo que
trae aparejado. Ahora, ya sin ese anhelo,tal vez debido a la gravedad, la
maldita gravedad de siempre, distinguí la de mi vida fuera del agua, por
completo ajena a fiestas y voladores, a la vez que, dentro, me sentía en el
interior de un nirvana logrado a través
de una maniobra tan sencilla. Desde allí abajo y en aquella postura, con la
visión borrosa de todo lo que me rodeaba, vi con nitidez inédita la vida que me
esperaba arriba al salir, restregándome los ojos llenos de agua y luz y respirando
a pleno pulmón como había hecho siempre para volver al sendero de la rutina. Pero
esta vez opté quedarme un rato más en el fondo, pegado a las rocas acompañado
de cabosos, barrigúas, fulas, gueldes y rascacios y, un poco más allá, nadando
con holgura, con los sargos breados, alguna galana y las lisas en pequeños
cardúmenes que habían salido a inspeccionarme como forma de saludo. Quedarme allí
inmerso en las preocupaciones cotidianas de los pescados. Digo pescados y no
peces no sólo porque en mi tierra se llama así todo lo que se mueve bajo el
agua, todo lo que se pesca y todo lo que se come y, sobre todo, porque siempre son pescados
cuando son vistos, nombrados y clasificados. Pensé, son seres de puro lenguaje
como lo somos todos nosotros, aunque ellos parecen ignorarlo con la mayor elegancia.
Sin saberlo, forman parte de nuestro universo y, viceversa, nosotros del suyo.
Pero son dos mundos paralelos que nunca se han entendido. Yo creí haberlo
logrado con mi nirvana esquivo, pero una vez que me sentí pez, se me olvidó en
el momento la intuición bestial de haber sido uno más entre ellos y pasaron a
ser lo que yo imagino que son y serán siempre para mí.
Allí abajo, tuve la certeza de estar parado en medio de la nada, sin tiempo, perdido entre mañana y ayer, entre entonces y ahora, y simultáneamente, como si fuese la cara oculta de esas sensaciones, oí con nitidez una voz que surgía de las profundidades de una oquedad oscura y grande del veril que allí empezaba. Era una voz cantarina y curiosa, pues utilizaba al final un estribillo o estrambote o colofón, no sé cómo llamarlo, en inglés: “Vuelve a fracasar otra vez, pero fracasa cada vez mejor. Do It Again! Do It Again!”.*[1]
Aristóbulo
Marinalia
16755