jueves, 7 de junio de 2018

AUTOESTIMA

      Por lo que se ve, la autoestima debe ser muy resistente, a prueba de bombas, ignífuga, perseverante, impermeable al desaliento y ni se sabe cuántas cosas más. Miles de siglos la contemplaron y todavía se la ve vivir con lozanía sus avatares contemporáneos. Ni los análisis más lúcidos han logrado hacerla tambalear lo más mínimo. Es uno de esos asuntos de los cuales se dice que es mejor no meneallos, salvo que decida uno complicarse la  vida y pensarlo, con rigor y sin concesiones, hasta sacar consecuencias que, a buen seguro, no encontrarán mayoría a su gusto. 
Cuando uno se la dirige a sí mismo dice "Yo (me) autoestimo"  (el me va entre paréntesis para aligerar el pleonasmo) ¡es una hipérbole como un burro! Yo me quiero a mí mismo...Yo, mí, me, conmigo... Empacho de pronombres reflexivos que apenas pronunciados retornan muy ufanos al caparazón de nuestro ser. Demasiado narcisismo se destapa siempre que se trata del Yo o de la conciencia del mí mismo. Tarde o temprano se da cuenta uno que en tanto apego hay trampa. 
    “Yo me autoestimo”: aunque aparezca al final el timo está de entrada. Sobre todo cuando, como hoy, se vende tanta autoestima haciéndola pasar como la mayor excelencia interior y el genuino e irrenunciable baluarte del ser de uno mismo.
Hay muchas formas de autoestima: las hay tranquilas y sosegadas; invasoras, que hacen de su orguYo la Ley del Mundo; poco respetuosas; aviesas y torvas con las homónimas vecinales; seráficas, a veces casi intangibles; vulgares y obscenas; tímidas y vergonzosas; sobrias y contenidas o preñadas de arrogancia e insolencia; insufribles o seductoras; victimistas o resilientes;  tediosas; envidiosas de la ajena; violentas e insoportables; celosas... y no se conoce ninguna que, por poco que se rasque su superficie, no sea reivindicadora, ya sea en la gloria, en la culpa o en la miseria (olor a santidad, a chamusquina o al moho inquebrantable de la esperanza más vana).
Que no lleve a engaño esta aparente variedad, pues en ella está su verdad: la ambición ciega y la inercia dialéctica a la que inducen,  apuntan hacia lo que subyace y subtiende a todas sus formas, tras  tanto discurso elocuente (panegírico, ditirámbico o francamente acusador). En su núcleo anida una satisfacción que se resiste –a veces mediante la resignación y el sacrificio- a ser desalojada o, cuando menos, a ser reconocida. Todo parece indicar  que el logro de esta satisfacción arrastra a los humanos hacia no se sabe dónde, con una pasión a la que resulta difícil ponerle bocado.
Algo no funciona bien en esto del yo-mí-me-conmigo. La autoestima es siempre narcisista y se rige por una lógica implacable que conduce tanto a la gloria interior —con su brillo de hojalata— como a la senda de lo siniestro y lo mortífero. La hoguera de las vanidades siempre se erige para inmolar la autoestima ajena; o la propia, ¿reconocerían las brujas su meretricio con Satanás para satisfacer la hoguera pasional del Otro Inquisidor? Quién sabe.
       Cuando uno se toma a sí mismo como objeto de amor ―y esto ocurre siempre―, lo hace con un amor voraz, que aumenta con la edad y no para mientes en quererse incluso en lo peor. Aquel que se denuesta a sí mismo ―hasta el punto de ser el mayor pecador que pisa la tierra―, es sin duda alguna un pecador muy narciso, puesto que es el mejor en su peoría. No hay escapatoria: si uno cae en las garras de esta pasión unilateral, termina siempre en la culpabilidad o en la inocencia absolutas, con la mayor candidez y naturalidad. 
El narcisismo tiene una vertiente escatológica, sí, con escatoles y fenoles (aromáticos de la hez) incluidos. Cuando menos, hay una época en la vida de todos en la que nuestro destino y nuestros placeres están indisolublemente ligados a la caca, al desecho de nuestro cuerpo vivido, en este caso, como si fuese el producto por excelencia de nuestro ser. El apego a la caca propia, o su renegación fetichista, es una vara bastante fiable para medir narcisismos. Acaso encontremos ahí el origen del porqué numerosos sujetos se ven impelidos a llevar una vida de mierda. En aquella temprana y tierna época, y a veces a lo largo de toda una vida, lo que tenga que ver con ella nos atrae y subyuga hasta el punto de arrancarnos aquellas risas incoercibles de colegio, que son la  guía para poner en evidencia el apego a esa modalidad de goce que se conoce como anal. Tal vez sea por eso verdad lo que se dice de alguien cuando “cada vez que se pone a hablar de sí mismo, la caga”. Otras veces nos lo encontramos, convenientemente disfrazado para despertar admiración y no rechazo, bajo la forma del prestigio en cualquiera de sus modos (poder, fama, dinero...). 
Deslizarse por la pendiente del narcisismo tiene el peligro de arrollar el de los demás.  
El narcisismo originario consiste en amar la propia imagen especular, bien que ésta sea reflejada por un espejo azogado o, simplemente, por la mirada del otro. Es decir, que aprendemos a amarnos a nosotros mismos como si fuéramos otros. Aquí reside el fundamento de toda alienación humana; del amor, tanto del universalis como del más  tangible y prosaico; y de una parte importante del odio al otro, semejante o diferente. Se quiere en abstracto a aquellos en los que nos reconocemos y odiamos a los demás. Se quiere en el otro lo que hemos sido, lo que somos o queremos ser; se odia al otro como responsable por lo que nos falta. La relación con el otro especular está impregnada siempre de amor o de odio, a veces juntos (amordio).
A veces, esa imagen del espejo se autonomiza de nosotros cobrando vida propia. Estamos entonces ante lo siniestro que el delirio del doble despierta. Robert Louis Stevenson llegó a decir que el espejo de mano es una conciencia de bolsillo. Buena metáfora para referirse al super-yo freudiano. Ese doble parece estar interesado en un  bien que nos daña y mortifica. Por eso lo vivimos bajo el signo angosto de la amenaza.
Son muchos los que piensan que el narcisismo es una especie de delirio inevitable, individual o colectivo. La enfermedad connatural al ser humano por su inmaturidad, por nacer antes de tiempo y con las fontanelas aún abiertas. El amor a sí mismo tiñe del color de su capricho cualquier rincón de nuestro ser, precisamente como una pasión del Ser por ser de un sujeto caracterizado por su falta de ser. Y esto difícilmente tiene cura: imposible de eliminar y quién sabe si pasible de ser atemperado.
Lo encontramos, asimismo, en el núcleo de todas las agresividades y violencias entre los humanos, acompañando o desencadenando todas las confrontaciones, peleas, batallas y guerras en las que está en juego el prestigio, el de cada uno o el del grupo al que se pertenece (deportivo, étnico, político, nacional, internacional...) y su desembarco en la infatuación hybrica. Algunas de estas confrontaciones quedan sólo en palabras y, las más de las veces, se tornan actos que, como ellas mismas, hacen daño, mortifican y matan.
Hay que tener mucho cuidado, pues, con la autoestima. Cada vez que se la invoca se corre el riesgo de desvariar con sus estragos. No se entiende muy bien por qué todo el mundo considera la suya  como algo muy valioso. Es la mejor prueba de lo difícil que resulta desprenderse del narcisismo. Hoy los “expertos” recomiendan una y otra vez, aquí y allá, la tenencia de una buena dosis de autoestima, dando a entender que eso es bueno para todos y cada uno de los sujetos. Ingenuamente se piensa que amarse es más sano que denostarse, cuando en realidad son exactamente los dos polos entre los que se estira y se encoge nuestra vida, equidistante de un vacío, de una nada central que determina la miseria de nuestro ser. No hay ni término medio ni defecto, el narcisismo siempre está en exceso, precisamente para tapar esa miseria, aunque no por ello inmunice ante ella. No hay más que pararse a mirar un poquito la historia personal o universal.   
La autoestima, o narcisismo –y no hay uno bien entendido-,  determina nuestra visión del mundo, aunque no sea el motor, el primum movens, de nuestro ser. No se trata de que sea una visión desenfocada y quepa, pues, cambiarla para mejor. Incluso, si esto fuera posible, la corrección también portaría la bandera narcisista, “pues mire usted qué bien: ahora soy mejor, más objetivo, y tengo nuevas perspectivas de mí mismo superiores a las que tenía antes, desde mi propio punto de vista, es decir, propiamente mío…”. Aquí ya no sirve de nada intentar aligerar las cabezas de la hidra pleonásmica: se le corta una y le crecen dos. El ser humano está condenado a tener una visión siempre borrosa del mundo y creer, en caso necesario, en la mejoría de su nitidez, que es como pretender quitar la turbidez de un líquido cambiándolo de recipiente.
Tal como se nos la presenta, la autoestima es un constructo teórico ineficaz. ¿Quién dijo que se enferma por falta de estima a sí mismo? Se hace genéricamente lo contrario, no nos hundimos porque nos agarramos a él. Muchísimos delirios laboriosos nos enseñan que no se trata de un problema de amor, sino de objeto de amor. Porque sus inventores aman al delirio como muchos lo hacen con su Yo.
Al principio salió lo del caparazón de nuestro ser. El narcisismo vendría a ser la piel que nada quiere saber de nuestra entraña. “El ser humano al hablar experimenta su falta de ser y ahí acude la imagen” narcisista a tapar el hueco de nuestra pasión ignorante de lo que nos determina, para hacernos creer que somos el ombligo del mundo —en la mejoría o en la peoría, que da lo mismo—, como individuo, como integrante de un grupo confrontado con otro o como especie animal entre todas las especies.
Aciago destino el del ser humano empujado a amar una imagen virtual y acabar ahogándose en esa fusión narcisista. Fusión, por tanto, de la que nunca cabe esperar nada bueno. No obstante, podría considerarse como el pecado más mortal del ser humano y la fuente de muchas cobardías morales... y, al mismo tiempo, una suerte de bastón al que agarrarse para seguir.
Quizá la única salida sea ponerlo a trabajar y que su producto entre en el circuito social y, por decirlo así, se socialice. ¡Y que diosnoslibre de sus efectos! Tal vez sólo nos quede la cordura –quién sabe por qué se sigue utilizando esta palabra- de los pactos de la Ley para frenar la inercia mortificante del narcisismo y no echar más leña a la hoguera que, tarde o temprano, siempre termina reclamando.

Autoestima, Hiroshima, monamú.


           Aristóbulo (2003)