Aquél era un espacio sin cabida para seres como
nosotros. Te lo aseguro. No tengo una idea clara de cómo y porqué llegué allí. Era un lugar extraño donde la gente vestía, hablaba y
actuaba de forma exagerada y al mismo tiempo parca, con un matiz extravagante,
críptico.
Daba la impresión de que allí el miedo no existiese y
me dio pánico por la forma ostentosa con que se exhibía. Un lugar sin pudor ni
vergüenza, donde tampoco se vislumbraba rastro alguno de culpa.
Podría decirse que allí, la gente normal como
nosotros, no existía. Cada uno hacía lo que quería. Vestían de nigromante, muecín, cardenal, pierrot, arlequín o papageno.
Eran quienes más gesticulaban. Otros, más adustos, iban con todo tipo de
exoesqueletos donde ocultar su debilidad dando la imagen de lo contrario. A
éstos, el peso les impedía forjar la menor mueca.
A pesar de tanta versatilidad, no se detectaba rastro
de ningún uniforme de rango superior. De esos que, con sólo verlos, nos embarga
cierta y regalada sumisión y un silencioso acatamiento de las normas más
caprichosas que pueda uno imaginarse.
Pero, a pesar del aparente desorden, se diría que
aquella gente no parecía feliz, al menos como podríamos serlo nosotros de estar
en su lugar. Ellos no mostraban ninguna de las expresiones, gestos o semblantes
que relacionamos con el disfrute.
En aquel lugar, nuestras más íntimas señas de
identidad, se diluían. Aquello que cada uno de nosotros tiene como lo más
propio de sí mismo, se esfumaba en su presencia. Esto me resultaba especialmente
angustiante, tú sabes bien cómo soy, necesito tener un espacio firme donde
apoyarme, por pequeño que sea. De lo contrario es como estar viendo una negrura
con puntos coloridos de luz y cuerpos amorfos, errantes y cambiantes, iguales a
los que vemos cuando cerramos los ojos.
Además, utilizaban el tiempo y el espacio de forma tan
libre como arbitraria, de tal manera que al hablar con cualquiera de ellos,
conocían todas las lenguas, nos hacían callar mediante prodigios. Recuerdo cómo
uno de ellos, en la plaza central de aquel espacio, los utilizaba, como decía,
de tal manera que no parecía haber ningún allí ni un aquí. Tampoco ningún antes
ni un después. Otro manejaba los meteoros a su antojo: elevaba los brazos y
llovía; cerraba los ojos y con unos movimientos oculares rápidos con parpadeo
mudo, creaba un vendaval de poniente.
No tengo palabras para describir nada de lo que allí
sucedía. Tampoco puedo describir mis trastocadas sensaciones.
Era como estar en una fiesta a la que no has sido
invitado.
Aristóbulo
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