jueves, 21 de septiembre de 2017

FIESTA

Aquél era un espacio sin cabida para seres como nosotros. Te lo aseguro. No tengo una idea clara de cómo y porqué llegué allí. Era un lugar extraño donde la gente vestía, hablaba y actuaba de forma exagerada y al mismo tiempo parca, con un matiz extravagante, críptico.
Daba la impresión de que allí el miedo no existiese y me dio pánico por la forma ostentosa con que se exhibía. Un lugar sin pudor ni vergüenza, donde tampoco se vislumbraba rastro alguno de culpa.
Podría decirse que allí, la gente normal como nosotros, no existía. Cada uno hacía lo que quería. Vestían de nigromante,  muecín, cardenal, pierrot, arlequín o papageno. Eran quienes más gesticulaban. Otros, más adustos, iban con todo tipo de exoesqueletos donde ocultar su debilidad dando la imagen de lo contrario. A éstos, el peso les impedía forjar la menor mueca.
A pesar de tanta versatilidad, no se detectaba rastro de ningún uniforme de rango superior. De esos que, con sólo verlos, nos embarga cierta y regalada sumisión y un silencioso acatamiento de las normas más caprichosas que pueda uno imaginarse.
Pero, a pesar del aparente desorden, se diría que aquella gente no parecía feliz, al menos como podríamos serlo nosotros de estar en su lugar. Ellos no mostraban ninguna de las expresiones, gestos o semblantes que relacionamos con el disfrute.
En aquel lugar, nuestras más íntimas señas de identidad, se diluían. Aquello que cada uno de nosotros tiene como lo más propio de sí mismo, se esfumaba en su presencia. Esto me resultaba especialmente angustiante, tú sabes bien cómo soy, necesito tener un espacio firme donde apoyarme, por pequeño que sea. De lo contrario es como estar viendo una negrura con puntos coloridos de luz y cuerpos amorfos, errantes y cambiantes, iguales a los que vemos cuando cerramos los ojos.
Además, utilizaban el tiempo y el espacio de forma tan libre como arbitraria, de tal manera que al hablar con cualquiera de ellos, conocían todas las lenguas, nos hacían callar mediante prodigios. Recuerdo cómo uno de ellos, en la plaza central de aquel espacio, los utilizaba, como decía, de tal manera que no parecía haber ningún allí ni un aquí. Tampoco ningún antes ni un después. Otro manejaba los meteoros a su antojo: elevaba los brazos y llovía; cerraba los ojos y con unos movimientos oculares rápidos con parpadeo mudo, creaba un vendaval de poniente.
No tengo palabras para describir nada de lo que allí sucedía. Tampoco puedo describir mis trastocadas sensaciones.
Era como estar en una fiesta a la que no has sido invitado.

Aristóbulo
Entredías

viernes, 1 de septiembre de 2017

MEDIOCRIDAD

Aquel día al despertar me vi rodeado por unos ciento veinte pájaros negros que me observaban. Su negrura era como la de las antiguos curas de los colegios. Los pájaros me miraban, como lo hacen siempre las aves, de hito en hito y pestañeando con asombro cuando menos te lo esperas.
No eran pájaros conocidos para mí. Tampoco eran muy distintos a los que acostumbramos a ver por ahí, pero no cabía duda, esos pájaros eran otra cosa. Tenían un no sé qué difícil de expresar en palabras. No eran grandes. Eran carpetudos, quien sabe si por cargo de conciencia, y un tanto recogidos en sí mismos, se diría que por frío, abandono o moribundia. En esta tierra se les llama pájaros chirringos.
Llegado un momento, los aproximadamente ciento veinte pájaros negros dejaron de mirarme y miraron a los conductores que, a esa hora punta, llegaban a borbotones a la gran playa de aparcamientos que había en aquel centro comercial. Lo hicieron iniciando una serie de pequeños movimientos o tics que, me atrevería a decir, parecían formar parte de un lenguaje con una táctica cuyo alcance no entendí al principio. Después de haber estado en la inopia un buen rato, caí en la cuenta de que aquellas miradas y aquellos movimientos, eran señales dirigidas a los conductores de los coches. Éstos, poco a poco, empezaron a ocupar sus lugares ordenadamente, lugares a veces distintos a los que originariamente habían ocupado al llegar al parquin. Aquellos ciento veinte pájaros negros no hacían otra cosa que gestionar los aparcamientos, sin silbidos, sin gritos, sin aspavientos. Desde el primer día que aparecieron algunos empezaron a llamarlos parquinbirds.
Por el periódico me enteré que aquellos ciento veinte pájaros negros podrían pertenecer a una nueva especie mutada con procedimientos de ingeniería genética. Habían logrado modificar los genes responsables de los modos de ser y de estar de algunos pájaros. De ahí mi dificultad para filiarlos, porque he de decir de mí que soy un ornitólogo aficionado con cierto reconocimiento, sobre todo familiar. Aquellos pájaros cumplían su cometido de manera precisa y ordenada. Sólo hacían eso y, en lo demás, no puede decirse otra cosa sino que eran silenciosos —es decir, no paseriformes― y que apenas volaban. Iban de aquí para allá dando saltitos y alguna vez exhibían el vuelo torpe y corto de las gallináceas. Pero no eran sino, como ya dije, unos pájaros negros, carpetudos, chirringos.  También enigmáticos, como todos los pájaros cineastas.   
Con el tiempo, aquellas aves trucadas fueron decolorándose, acaso por la fotosensibilización de la intemperie, y los coches habían perdido su cromatismo competitivo, quedando ahora uniformados por las distintas tonalidades del gris.
Ahora, ya no tengo duda, cuando entro en un parquin me dejo llevar y aparco. 

Aristóbulo