miércoles, 22 de junio de 2016

FRUTAS

Mientras yo cortaba la fruta en macedonia, ella trajinaba a mi alrededor en la cocina, canturreando una melodía vagamente conocida, como quien busca una ocupación para calmar alguna inquietud en principio no muy agradable, no sé, de esas que de pronto nos asaltan y confunden hasta que conseguimos polarizarla en un ansia concreta por algo. Iba vestida con un pantalón muy corto y ceñido y una camiseta recortada. Acababa de meterme en una papaya y ya pensaba en el colorido íntimo, hasta entonces oscuro y húmedo, de muchas frutas. Esa oscuridad que imaginamos a través de la cáscara o de la piel nos promete sabores inéditos o, al menos, el mejor sabor de los ya conocidos. Pasé de la papaya al melón, del melón a un paraguayo, de un paraguayo a un higo, de un higo a unos trozos de manga… y súbitamente me acordé de Valeria y de Martina, pensando que en realidad ellas no eran humanas, sino mangas.
Carlota se paró junto a mí. ¿Qué piensas? -dijo. En nada, en cosas que me llevan de aquí para allá…, respondí. Seguí con una fuji, dos peras presidente, tres kiwis dorados, dos plátanos mollares, unos fresones, una granada desperdigada y el zumo de tres naranjas de Telde. Me entretuve estrujando algunos trozos de fruta entre mis manos y luego comiéndomelos.
¿Qué haces?, interrumpió Carlota, ¿No ves que así ya no sirven para la macedonia?
En medio de aquella sinfonía de aromas, quedé en silencio, mirándola como si en realidad ella fuera también una fruta. Tenía un cierto parecido con Martina y Valeria −tal como ella misma dijo el día que nos conocimos−, sus dos compatriotas argentinas que me atraparon cuando las vi por primera vez. Exactamente igual que antes me había pasado con Carlota. Sus labios rojos perdían su rojez y se volvían lívidos en la oscuridad; su pelo rubio de seda fina se amoldaba bien al viento no tanto como sus pómulos; cantaba como el cárabo y, fuese cual fuese la canción, siempre lo hacía canturreando igual; su risa casi me hacía gritar con ella; y su mirada azul, siempre azul a todas horas, disolvía todas mis suspicacias. La quería por encima de todas las cosas. Su boca tenía el sabor y olor de todas las trufas negras, impactante al principio e imanante nada más desnudarnos. Pero había algo más que ese encanto tan suyo, algo más que su parecido con las miradas de Martina y Valeria, algo más que sus gemidos tan singulares, un algo que me ponía los pelos de punta y me volvía temerario y temeroso a un tiempo.
Ese algo me despertaba un miedo extraño y me empujaba a la prudencia, a la distancia que, sin embargo, incrementaba muchísimo mi deseo. Deseaba con una fuerza sorda lo que rechazaba por causas también, quizá, no tan desconocidas. Me convertí en un paralítico fascinado ante una extraña fruta llena de secretos inalcanzables. Estaba pillado, joder.
El día que decidí terminar con aquella pasión ambivalente, salí de casa desbocado, rodeándome con un aura reconstituyente de exclamaciones procaces en torno a sus cosas: cómo vestía, cómo comía, cuáles eran sus ademanes más odiosos y qué mentiras eran las más notorias. Antes de lo que pensaba, llegué a su estudio de delineación. Estaba sola. Al verme entrar, me sonrió como tantas otras veces. Con la misma sonrisa de cuando me confesó su infidelidad con mi hermano. Espoleado por ese recuerdo que tanto me torturaba, la dejé atrás dirigiéndome hacia el ventanal acristalado. Pensando cómo componer la escena dramática a punto de representar, vi reflejada su desnudez oscilante acercándose cadenciosamente hasta casi llegar a tocarme. Entonces di la vuelta diciéndole: ¡No ves que no puedes hacerme lo mismo que le hiciste a él!
Di un portazo y salí corriendo de allí.
Una vez en casa fui directo al cajón donde guardaba en perfecto orden las fotos de mi vida. Cogí el sobre de las viejas fotos familiares. En una estábamos Carlos y yo solos. Yo mostraba mi rostro más seráfico y él, con ademán pantagruélico, comía una hamburguesa, probablemente burlándose de mi madre. Otra era muy reciente, poco antes de morir, en la que miraba de frente con ese aire melancólico tan suyo mientras, de perfil, mamá besaba sensualmente su mejilla. Seguí mirándolas una a una mientras las telarañas de la memoria olvidada se volvieron guirnaldas encendidas a través de las cuales, cualquier nimio detalle, nuestra ropa por ejemplo, pasaba a ser objeto de mi parsimonia: sus camisetas, fueran cuales fueran, ocultaban su debilidad casi raquítica; o las viseras y gorritos de obligado uso por imperativo materno. En muchas otras vestíamos ropas gemelas, otra manía materna. Quien miraba detrás del objetivo seguramente era papá, por la de veces que aparecía mamá en todas aquellas fotos.
De pronto, un aluvión de recuerdos suyos volvieron a tener su ahora. Sus labios rojos, de un rojo lívido, con su rojez perdida en la oscuridad; su pelo rubio de seda fina amoldándose bien al viento, no tanto como sus pómulos; su canturreo de las notas, seis o siete, no me acuerdo, que uno de los dos canarios de la jaula del patio cantaba cada mañana a la misma hora, siempre la misma melodía corta −Rufino y Serapio fueron los nombres que eligió papá para ellos cuando los trajo−; su risa que siempre me hacía gritar desaforadamente de alegría; su mirada azul, de un azul nítido donde se desvanecían todas mis suspicacias; su voz hablándome al partir una papaya, del colorido íntimo que atesoraban las frutas, una oscura humedad que imaginamos sabrosa a través de la cáscara o de la piel, y pasaba de la papaya al melón, del melón al paraguayo, del paraguayo al higo, del higo a unos trozos de manga y a una fuji, dos peras presidente, tres kiwis dorados, los plátanos mollares, los fresones, la granada desperdigada, el zumo de tres naranjas de Telde…estrujando algunos trozos de fruta y comiéndoselos y chupándose los dedos y lamiendo las palmas de sus manos con frenesí.
El día ha pasado muy rápido.

Dospuntocero

TELÉMACO Y EDIPO. COMENTARIO.

Este es un comentario sobre dos personajes tal como aparecen contrastados en una publicación de Massimo Recalcati*. Como sabemos, Telémaco y Edipo son dos personajes literarios de la Grecia Antigua y de la Clásica respectivamente. Se trata de ver la relevancia que cada uno tiene, como paradigmas humanos o no, en relación con sus respectivos dramas subjetivos y sus posiciones diferentes en ellos. 
En primer lugar, me gustaría respetar el orden cronológico de ambos personajes, es decir, su interrelación estrecha con la subjetividad de sus respectivas épocas. No es lo mismo la Grecia Antigua contada por Homero (donde se pasa con la Ilíada a la Odisea de la cultura de la vergüenza a la cultura de la culpa, según E.R. Dodds), que la cultura clásica representada por Esquilo, Sófocles y Eurípides. En la Grecia Clásica, la pérdida de la influencia determinante de los dioses en los asuntos humanos dio lugar a la responsabilidad de un nuevo hombre solo y, sin el explícito y determinante auxilio de ninguna divinidad, con la posibilidad del error trágico en el uso de la nueva libertad. De un nuevo hombre cuya vida no se explica sin el individuo -sus pasiones y deseos, y por tanto sujeto a errores-, y su relación con la polis y sus leyes, a las cuales está obligado por obediencia y honor.
Telémaco cada mañana sale a otear el horizonte marino para comprobar si su padre, Ulises, regresa a por fin a su casa, a su reino de Ítaca. Recalcati reclama para él, con su acto de escrutar el mar, una invocación al padre, una inscripción simbólica en el reconocimiento de su condición de hijo (aún no conoce a su padre, apenas guarda recuerdos de él) para estar en condiciones de ocupar su lugar en la estirpe a través de la herencia. Digamos que en ese sentido no reconoce a su padre, ni éste a él. Edipo tiene un arranque similar: él sí tiene padre, pero quien cree que lo es no lo es, porque su padre, Layo, ordenó su muerte recién nacido ante el temor de ser destronado por él (profecía de Tiresias). Dado en adopción mediante figuras paternas desdobladas (sirvientes y pastores), cada vez más amables, hasta recalar como hijo en la familia del Rey, en el reino colindante al de su padre biológico.En ese sentido, tampoco conoce a su padre. Pero lo tiene y no lo quiere reconocer. Advertido por Tiresias (otra vez él) de su aciago destino según el cual matará a su padre y será esposo de su propia madre, de la que engendrará hijos a su vez, huye horrorizado de la revelación para impedirlo. Pero, a pesar de su esfuerzo, termina cumpliendo su destino: dando muerte al padre sin saberlo, en la famosa encrucijada de caminos donde se  enfrentan padre e hijo, cada cual con su insolencia. Llegado a Tebas y tras resolver el enigma de la Esfinge para salvar la ciudad sometida a desgracias, completa la profecía casándose con la reina viuda como derecho del héroe salvador de la urbe. Cuando descubre su error  por Tiresias (de nuevo) se arranca los ojos porque no le sirven para ver la verdad. De alguna manera, lo trágico está en que Edipo, ya esposo, padre y rey, termina pagando su pecado al descubrir cual es su lugar en la tragedia. Esa es su herencia maldita, su inscripción simbólica pasa por la muerte del padre. Estamos pues con Freud. 
Telémaco invocando la presencia del Padre se nos presenta casi como un muchacho tristón y cobarde que espera la llegada de un ideal que le ordene su caos interior. Su posición tiene rasgos de voyeurismo, viendo cómo los pretendientes rondan a su madre. Una madre que, encerrada en su cuarto, teje y teje la urdimbre del la función del padre ausente. Mientras él, se sumerge en la duda hamletiana pero espera que sea su padre quien resuelva la situación, en la cual, Telémaco y su deseo están implicados. En este sentido, se podría decir que Telémaco es un histórico precursor de Edipo, alguien que no se plantea la lucha con el padre porque no se ha hecho presente, ni tiene comprometida su filiación simbólica por ninguna  profecía funesta.


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* M. Recalcati, El síndrome de Telémaco, padres e hijos tras el ocaso del progenitor. Anagrama, Barcelona, 2014







EL GRUPO Y EL INCONSCIENTE


LA MASA ES INCONSCIENTE

¿Freud + Canetti? Personalmente no lo tengo muy claro, pero no estaría mal para empezar.
Soy de la opinión de que sin Freud no puede entenderse nada de lo que sucede en un grupo. Por más neuronas espejo que interponga la neurociencia con su manifiesta werwefung (forclusión, rechazo absoluto de entrada en el discurso) de Lacan y su estadio del espejo y todo el desarrollo ulterior acerca de lo que el descubrimiento encierra.
Para Freud y para él, el Ideal indica una figura socializante, una manera de manejar lo innombrable alojado en el núcleo de nuestro ser de hablantes (hablentes). Pero también, el Ideal es algo que sólo vela Eso execrable que tiene dos caras: objeto que dirige como una zanahoria a la pulsión y objeto que causa el deseo. Puede ser algo mortificante o aquello que nos enchufa a la vida a través del deseo.
Sucintamente, para Freud grupo y masa coinciden y consiste en :
1.- La identificación con el líder, al ocupar éste el lugar del Ideal del Yo. Esta identificación ordena los:
2.- Los fenómenos de amor, los lazos de cohesión entre los integrantes de la masa o grupo (una identificación horizontal, entre los iguales). Son, evidentemente, lazos amorosos “inhibidos en su fin” o sublimados que hacen que, en el interior de la masa o grupo, se desdibujen las diferencias sexuales. Cuanto más cohesión muestra el grupo, menos sexualidad manifiesta (Dos masas artificiales, la iglesia y el ejército). Excepto los hoplitas tebanos (del batallón sagrado). Esta excepción es tenida en cuenta por Freud, de una manera excepcional, al describir a la familia cómo célula de todo lo esencial revelándose, no obstante, como una fuerza profundamente antisocial: dentro de las puertas de una casa, sus integrantes desafían en la intimidad todas las leyes del Estado (Bienvenido a la república independiente de mi casa, uno puede tirarse peos, andar desnudo, masturbarse mutuamente con la pareja, por supuesto, follar de cualquier forma o manera y número de veces que quieran y puedan. Por no decir nada de todo lo relacionado con la comida o las heces).
3.- Los fenómenos de odio (lo último pero tal vez lo más importante) : todo grupo o masa se fundamenta en la exclusión de un algo que no tiene cabida en la conciencia grupal. Ese algo desplazado hacia otros ideales o semejantes (generalmente identificables por un rasgo considerado extraño: justamente se les considera una forma de apropiarse del goce que falta a la masa o bien que exhiben una forma de hacerlo que repugna al grupo [comer o no comer cerdo, rasgos sociales del goce] que se encarnan como amenaza hacia el grupo). Odio radical hacia lo que entrañe una amenaza exterior, cuando en realidad esa amenaza habita en el interior del grupo y de cada uno de sus integrantes. Freud se muestra claro cuando habla de la “religión del amor” (sin olvidar nunca que la etimología de religión es re-ligare, volver a unir, volver a recuperar lo que nos falta, el goce perdido (todas las religiones son nostálgicas y utópicas). Para ello, Freud inventa el último mito fundacional: se quiere recuperar el goce perdido a través de la identificación con el Padre originario que fue asesinado por la horda de hermanos que aspiraban, cada uno, a ocupar su lugar. Crimen inútil, porque deben repartir la herencia y no tenerla toda. Hay nace, dice Freud, toda moral, como culpa, y la ley fundamental. Un padre odiado y ahora amado gracias a la re-ligión. Un padre, dicho sea de paso, si leemos los Testamentos, un padre amado y temido, un padre amoroso y terrible (Véase el sacrificio de Isaac, o los tormentos a los que sometió a Job sólo para poner a prueba su fe), un padre del estrago, un padre caprichoso como se muestra en el Génesis, en el trasfondo del crimen desplazado de Caín, el primer crimen desplazado de la historia escrita (crimen que puede verse como sucedáneo de la muerte del padre, inmolando en su lugar al hermano).
Para terminar, recordar que Freud estableció un paralelismo entre la religión y la neurosis colectiva; aquélla como neurosis colectiva y ésta como religión del obsesivo. Hay continuidad entre individuo/grupo, masa o sociedad: el Otro (social, familiar) está ya presente en la constitución del sujeto. Con Lacan se puede expresar diciendo “lo colectivo no es nada sino sujeto de lo individual”.
“La religión del amor universal”, la que busca la unión ecuménica de todos a través del amor a Cristo, de pronto está presta para tornarse violenta y brutal con lo que da fuera de ella (cruzadas, inquisiciones, genocidios y holocaustos, como le quieran llamar). Me resisto a decir Shoa, y prefiero holocausto, porque este último tiene las mismas connotaciones pero sin la fundamental. Esta vez no se trata del sacrificio de los hijos de Israel sólo, sino del sacrificio a lo que Lacan denomina los dioses oscuros, los mismos de los que Moctezuma decía: “Los dioses tienen sed” [véase la obra homónima de Anatole France].
Así pues, en la constitución de un grupo hay que tener en cuenta: un líder-padre que favorece el amor entre sus miembros y un afuera del grupo que recibe los golpes, un enemigo (Triada E: extraño, extranjero, enemigo). El grupo es inconsciente porque de todo esto no sabe ni quiere saber nada. Aunque a veces se nieguen de manera explícita las manifestaciones del odio, eso no les impide existir.
Vean por donde va ya la cosa, el líder del grupo ocupa exactamente el mismo lugar que el padre amado y terrible. Sí. Por eso, los fenómenos de masa encierran siempre un serio riesgo. ¿Cabría pensar en un nuevo grupo de sujetos desidentificacdos, que no quieran recuperar nada de lo perdido, porque la pérdida forma parte de la vida misma, y sólo hay que vivirla? Hay que intentar ser sujetos con un deseo inédito y decidido. Inédito porque es singular, y decidido exactamente por lo mismo...pero sin hacer grupo en el sentido desarrolado aquí.

Próxima o futura entrega: ¿Son los “equipos de trabajo” grupos? ¿Qué creen ustedes? La mayoría obedecen a un ideal exigente e insaciable: la eficiencia que quiere más con menos y cada vez más con muchísimo menos. A esa trampa se le llama "pactar objetivos". ¿El líder-padre? La mayoría ha hecho un vergonzoso máster donde también se estudia el liderazgo y la estrategia (cuya etimología es ganar, vencer). Ejecutivos agresivos, se decía hace unos años. Pues sí, por más que pongan el bien común por delante (vean la ambivalencia: vamos a sacar a España del agujero negro que nos dejaron, pero van a tener que pagar ustedes porque han vivido por encima de sus posibilidades, etcétera, etcétera). Para ser líder hay que diseñar un protocolo curricular para la función. Meritocracia, le llaman. Se hacen pruebas, exámenes, para garantizar que gane el mejor entre los mejores. Las valoraciones son “objetivas”, medibles, evidentes, y por supuesto, no se admite a nadie que diga un “no sé” o muestre duda. Se buscan “asertivos”, adjetivo en el que se incluyen desde Pepito Grillo hasta Franco, Amancio Prada, Hitler y Mussolini, Bill Gates, Zipi y Zape, Idi Amin Dadá, Pol Pot, Stalin y tantos otros, pasando por todos los que, en privado y en público, tienen como divisas las verdades del Marqués de la Palice y del Conde Pero Grullo.
Por cierto, a lo hora de ser “los mejores” (¿ante los ojos del padre examinador?) todo dios esgrime su titulación. ¿Y quien no la tiene no vale? Hasta los de Podemos se ponen el birrete de la indignidad universitaria... ni que eso garantice nada.
Dentro de poco, lo digo en serio, se harán oposiciones para ser escritor o pintor. Por ahora, sólo los músicos tienen que pasar un examen para tocar en el metro. Al menos que yo sepa. Las sociedades de las libertades basadas en el control de las garantías tienen estas cosas. Luego va alguien y se escandaliza con los Das auto alemanes.



UNA HORA ANTES

Una hora antes, mientras aquel Jim Morrison engominado atacaba la canción dedicada al emperador más solipsista de Roma, mi Caela seguía sudando tinta invisible de calamar africano, por ese calor que anega la isla sin respiro.
Sin embargo, yo soy un camaleón listo para atrapar la mosca tras la oreja; o tal vez una fula de bajura que se extasía golisneando los pies en el agua translúcida del océano de aquí cerquita; o quién sabe si un camaleón sahariano con las uñas pintadas con el tinte de los gueldes y las fulas y las patas de harina.
Entre mi Caela y yo todo va bien, aunque no me extrañaría que cualquier día saltase la liebre en plena cohabitación. En ese caso, ella sería liebre y yo tortuga corredora hasta el final de mis días (porque a estas alturas de mi vida tengo agotado el cupo de viáticos). Y aunque fuese todo de otra forma y a mí me confundieran con Aquiles, daría lo mismo.