Mientras
yo cortaba la fruta en macedonia, ella trajinaba a mi alrededor en la
cocina, canturreando una melodía vagamente conocida, como quien
busca una ocupación para calmar alguna inquietud en principio no muy
agradable, no sé, de esas que de pronto nos asaltan y confunden
hasta que conseguimos polarizarla en un ansia concreta por algo. Iba
vestida con un pantalón muy corto y ceñido y una camiseta
recortada. Acababa de meterme en una papaya y ya pensaba en el
colorido íntimo, hasta entonces oscuro y húmedo, de muchas frutas.
Esa oscuridad que imaginamos a través de la cáscara o de la piel
nos promete sabores inéditos o, al menos, el mejor sabor de los ya
conocidos. Pasé de la papaya al melón, del melón a un paraguayo,
de un paraguayo a un higo, de un higo a unos trozos de manga… y
súbitamente me acordé de Valeria y de Martina, pensando
que en realidad ellas no eran humanas, sino mangas.
Carlota
se paró junto a mí. ¿Qué piensas? -dijo. En nada, en cosas que me
llevan de aquí para allá…, respondí. Seguí con una fuji, dos
peras presidente, tres kiwis dorados, dos plátanos mollares, unos
fresones, una granada desperdigada y el zumo de tres naranjas de
Telde. Me entretuve estrujando algunos trozos de fruta entre mis
manos y luego comiéndomelos.
¿Qué
haces?, interrumpió Carlota, ¿No ves que así ya no sirven para la
macedonia?
En
medio de aquella sinfonía de aromas, quedé en silencio, mirándola
como si en realidad ella fuera también una fruta. Tenía un cierto
parecido con Martina y Valeria −tal como ella misma dijo el día
que nos conocimos−, sus dos compatriotas argentinas que me
atraparon cuando las vi por primera vez. Exactamente igual que antes
me había pasado con Carlota. Sus labios rojos perdían su rojez y se
volvían lívidos en la oscuridad; su pelo rubio de seda fina se
amoldaba bien al viento no tanto como sus pómulos; cantaba como el
cárabo y, fuese cual fuese la canción, siempre lo hacía
canturreando igual; su risa casi me hacía gritar con ella; y su
mirada azul, siempre azul a todas horas, disolvía todas mis
suspicacias. La quería por encima de todas las cosas. Su boca tenía
el sabor y olor de todas las trufas negras, impactante al principio e
imanante nada más desnudarnos. Pero había algo más que ese encanto
tan suyo, algo más que su parecido con las miradas de Martina y
Valeria, algo más que sus gemidos tan singulares, un algo que me
ponía los pelos de punta y me volvía temerario y temeroso a un
tiempo.
Ese
algo me despertaba un miedo extraño y me empujaba a la prudencia, a la distancia
que, sin embargo, incrementaba muchísimo mi deseo. Deseaba con una
fuerza sorda lo que rechazaba por causas también, quizá, no tan
desconocidas. Me convertí en un paralítico fascinado ante una
extraña fruta llena de secretos inalcanzables. Estaba pillado,
joder.
El
día que decidí terminar con aquella pasión ambivalente, salí de
casa desbocado, rodeándome con un aura reconstituyente de
exclamaciones procaces en torno a sus cosas: cómo vestía, cómo
comía, cuáles eran sus ademanes más odiosos y qué mentiras eran
las más notorias. Antes de lo que pensaba, llegué a su estudio de
delineación. Estaba sola. Al verme entrar, me sonrió como tantas
otras veces. Con la misma sonrisa de cuando me confesó su
infidelidad con mi hermano. Espoleado por ese recuerdo que tanto me
torturaba, la dejé atrás dirigiéndome hacia el ventanal
acristalado. Pensando cómo componer la escena dramática a punto de
representar, vi reflejada su desnudez oscilante acercándose
cadenciosamente hasta casi llegar a tocarme. Entonces di la vuelta
diciéndole: ¡No ves que no puedes hacerme lo mismo que le hiciste a
él!
Di
un portazo y salí corriendo de allí.
Una
vez en casa fui directo al cajón donde guardaba en perfecto orden
las fotos de mi vida. Cogí el sobre de las viejas fotos familiares.
En una estábamos Carlos y yo solos. Yo mostraba mi rostro más
seráfico y él, con ademán pantagruélico, comía una hamburguesa,
probablemente burlándose de mi madre. Otra era muy reciente, poco
antes de morir, en la que miraba de frente con ese aire melancólico
tan suyo mientras, de perfil, mamá besaba sensualmente su mejilla.
Seguí mirándolas una a una mientras las telarañas de la memoria
olvidada se volvieron guirnaldas encendidas a través de las cuales,
cualquier nimio detalle, nuestra ropa por ejemplo, pasaba a ser
objeto de mi parsimonia: sus camisetas, fueran cuales fueran,
ocultaban su debilidad casi raquítica; o las viseras y gorritos de
obligado uso por imperativo materno. En muchas otras vestíamos ropas
gemelas, otra manía materna. Quien miraba detrás del objetivo
seguramente era papá, por la de veces que aparecía mamá en todas
aquellas fotos.
De
pronto, un aluvión de recuerdos suyos volvieron a tener su ahora.
Sus labios rojos, de un rojo lívido, con su rojez perdida en la
oscuridad; su pelo rubio de seda fina amoldándose bien al viento, no
tanto como sus pómulos; su canturreo de las notas, seis o siete, no
me acuerdo, que uno de los dos canarios de la jaula del patio cantaba
cada mañana a la misma hora, siempre la misma melodía corta −Rufino
y Serapio fueron los nombres que eligió papá para ellos cuando los
trajo−; su risa que siempre me hacía gritar desaforadamente de
alegría; su mirada azul, de un azul nítido donde se desvanecían
todas mis suspicacias; su voz hablándome al partir una papaya, del
colorido íntimo que atesoraban las frutas, una oscura humedad que
imaginamos sabrosa a través de la cáscara o de la piel, y pasaba
de la papaya al melón, del melón al paraguayo, del paraguayo al
higo, del higo a unos trozos de manga y a una fuji, dos peras
presidente, tres kiwis dorados, los plátanos mollares, los fresones,
la granada desperdigada, el zumo de tres naranjas de Telde…estrujando
algunos trozos de fruta y comiéndoselos y chupándose los dedos y
lamiendo las palmas de sus manos con frenesí.
El
día ha pasado muy rápido.
Dospuntocero